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jueves, 27 de septiembre de 2012



Barnanit V


El camarero del bar donde amo, 
escribo, sueño, pienso, me aburro, te espero;
mi segunda residencia si fuera una escritora de moda, 
una burguesita de moda,
una tensita o una presentadora de televisión.
El camarero del bar me sonríe 
a pesar del calor del verano.
Trabaja demasiado.
Catorce horas de una mesa a otra, 
y el pedido lo más rápido posible.

Cualquier día se va a deshidratar.
Y los médicos le darán pastillas de potasio, 
no un salario mejor ni menos horas de trabajo.
El camarero tiene camisa blanca y un pantalón negro, 
los cabellos cortos, 
veinticinco años.
Le gustaría irse a dormir 
pero los parroquianos de estío en la ciudad somos pobres, 
insomnes y muy pesados; 
comemos, bebemos, charlamos.
Está deseando irse.
¿Para esto se hizo la revolución bolchevique?, 
¿para esto triunfó el capitalismo?
Catorce horas salvajes, 
catorce horas sumisas.
‘Después me toca ir a limpiar’, 
 me dice con resignación.

No leyó El Capital, 
no sabe posiblemente en qué consiste la plusvalía, 
pero la genera.
Las mesas están sucias, 
los residuos del comer, del beber, 
los servicios también están sucios.
Cuando se cumplan las catorce horas se irá, 
mal pagado, mal dormido, 
convencido de que éste es el único sistema posible.
Es verdad, 
yo tampoco puedo pagarle con poemas, 
yo también estoy mal pagada.
Le deseo las buenas noches.
Me voy a dormir.
Nuestra jornada de bar ha sido larga, 
a pesar de que yo sí leí El Capital .

Cristina Peri Rossi 


martes, 11 de septiembre de 2012

11 S Cristina Peri Rossi, poeta



El once de septiembre del dos mil uno
mientras las Torres Gemelas caían,
yo estaba haciendo el amor.
El once de septiembre del año dos mil uno
a las tres de la tarde, hora de España,
un avión se estrellaba en Nueva York,
y yo gozaba haciendo el amor.
Los agoreros hablaban del fin de una civilización
pero yo hacía el amor.
Los apocalípticos pronosticaban la guerra santa,
pero yo fornicaba hasta morir
–si hay que morir, que sea de exaltación–.
El once de septiembre del año dos mil uno
un segundo avión se precipitó sobre Nueva York
en el momento justo en que yo caía sobre ti
como un cuerpo lanzado desde el espacio
me precipitaba sobre tus nalgas
nadaba entre tus zumos
aterrizaba en tus entrañas
y vísceras cualesquiera.
Y mientras otro avión volaba sobre Washington
con propósitos siniestros
yo hacía el amor en tierra
–cuatro de la tarde, hora de España–
devoraba tus pechos tu pubis tus flancos
hurí que la vida me ha concedido
sin necesidad de matar a nadie.
Nos amábamos tierna apasionadamente
en el Edén de la cama
–territorio sin banderas, sin fronteras,
sin límites, geografía de sueños,
isla robada a la cotidianidad, a los mapas
al patriarcado y a los derechos hereditarios–
sin escuchar la radio
ni el televisor
sin oír a los vecinos
escuchando sólo nuestros ayes
pero habíamos olvidado apagar el móvil
ese apéndice ortopédico.
Cuando sonó, alguien me dijo: Nueva York se cae
ha comenzado la guerra santa
y yo, babeante de tus zumos interiores
no le hice el menor caso,
desconecté el móvil
miles de muertos, alcancé a oír,
pero yo estaba bien viva,
muy viva fornicando.
“¿Qué ha sido?”, preguntaste,
los senos colgando como ubres hinchadas.
“Creo que Nueva York se hunde”, murmuré,
comiéndome tu lóbulo derecho.
“Es una pena”, contestaste
mientras me chupabas succionabas
mis labios inferiores.
Y no encendimos el televisor
ni la radio el resto del día,
de modo que no tendremos nada que contar
a nuestros descendientes
cuando nos pregunten
qué estábamos haciendo
el once de septiembre del año dos mil uno,
cuando las Torres Gemelas se derrumbaron sobre Nueva York.